“Cuando salí del clóset hubo golpes, amenazas y terapias”, relata joven

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Ciudad de México. Apenas a los cinco o seis años de edad, R. le habló con toda su fe al Santo Niño de Atocha y le pidió su ayuda, pero para hacerle más fácil la concesión del milagro, le dio dos opciones en un asunto que lo atormentaba: “por favor, haz que me gusten las mujeres o hazme una mujer”.

Ese ruego, que a final de cuentas no fue respondido, era producto del miedo y la presión que este niño sentía ante el rechazo familiar y el bullying que sufren miles de jóvenes gays, bisexuales o transexuales, uno de los sectores más discriminados y vulnerables en México.

R. llegó hace algunas semanas a Casa Frida, un albergue surgido hace poco más de un año, especializado en darle protección a los jóvenes de diversidad sexual que han sido expulsados de sus casas debido a su orientación, o que han salido huyendo para evitar que las agresiones –muchas veces cometidas por sus familiares más cercanos– llegaran a un punto de no retorno.

Sonrío porque sé que estoy vivo”

El día en que La Jornada visita el lugar, los y las usuarias de Casa Frida están en pleno trajín de limpieza. En este inmueble de dos pisos, ubicado al oriente de la ciudad –con su respectiva bandera multicolor al frente–, se puede ver a una gran cantidad de jóvenes yendo y viniendo para dejar presentable el sitio en el que muchos de ellos y ellas dicen haber encontrado, por primera vez, una familia.

Tras haber cumplido su parte en la faena comunitaria, R. se toma unos minutos para relajarse en la terraza del edificio, luciendo un corsé color mostaza que, ahora que puede usarlo cuanto quiera, no se quita para nada.

Sentado en el sofá circular que corona la azotea del lugar, con flamingos y palmeras artificiales alrededor, el joven de 26 años cuenta que al “salir del clóset”, a los 15 años de edad, fue cuando iniciaron las agresiones, los reclamos y las burlas que lo han acompañado durante buena parte de su vida.

“Cuando salí, hubo golpes, amenazas y condicionamientos. En ese momento lo que más quería era cumplir 18 años para poder irme de la casa con mi novio, pero él me terminó. Se lo conté primero a mi mamá y ella me respondió que preferiría haberme abortado (antes) de saber eso”, narra.

Vino entonces la época de los intentos de suicidio, de las acusaciones familiares de ser un pederasta en potencia, de que su madre lo enviara a una “terapia de reconversión”, en la que un grupo religioso trató de convencerlo de que su homosexualidad era cosa del demonio y que tenía “cura”.

Tras esa experiencia, y con lo que le quedaba de fe en su alma, “le dije a dios: ‘me quedo en tus manos, tú decide’. ¡Y zas!, decidió que no se me quitara; ahora ya sé a quién echarle la culpa”, cuenta entre risas.

Con un sentido del humor a prueba de todo, que lo ayuda a hacer frente a sus adversidades, R. confiesa que, tras haber llegado a Casa Frida, se siente “como en familia”, y que no ha abandonado su plan de terminar su carrera de ingeniería en gestión de proyectos, y evadir así el “cliché” de convertirse en estilista o dedicarse a la prostitución.

“Todavía me siento como en el aire, pero tengo mucha esperanza de que puedo comenzar desde cero. Me gustaría acabar mi carrera, ejercerla, tener una familia y ser feliz”.

—- Con tantas cosas que te han pasado, ¿cómo le haces para hacer bromas, para sonreír?, se le pregunta.

—- Sonrío, básicamente, porque sé que estoy vivo.

“Literalmente, me salvaron la vida”

Entre los pasillos y escaleras de la Casa también está “León Reyes”, un joven de apenas 18 años de edad que prefiere ser llamado así en honor de los apellidos de sus dos abuelas. Lleva aquí una semana y un día, y llegó porque su familia lo “invitó” a irse si no seguía sus reglas. Antes de eso, cuenta, ya había habido un largo historial de desencuentros con sus parientes debido a su orientación sexual.

Con un aire meditabundo y sereno que impresiona a su corta edad, el muchacho cuenta que uno de los conflictos recurrentes era el uso de la ropa, pues al considerarse de “género fluido”, le parecía bien ponerse prendas de hombre o de mujer, o experimentar con maquillaje, lo que le valió sufrir “varios episodios de violencia”.

Por ello, “y con todo el dolor en mi corazón, dije ‘también necesito libertad para mí mismo. Esta es justo la oportunidad que tengo para comenzar a trabajar en mi autonomía’”.

Como símbolo del inicio de este camino de libertad, León Reyes tomó una de sus playeras favoritas y, con la ayuda de unas tijeras, le convirtió en un crop top (u ombliguera) para cultivar el estilo ochentero que ha abrazado como su sello personal.

Con un saco, un bodysuit y unos “lentes madonescos” en forma de corazón –que recuerdan a la Lolita de Stanley Kubrick–, comenzó a darle forma a un personaje drag queen que ha bautizado como Missa Pocket, el alter ego que lo hace sentir confiado.

De forma paralela, el joven está terminando la preparatoria, planea estudiar botánica y “ayudar a los marginados, yo que también fui marginado por mi familia por expresar cómo era. Sufrí mucha violencia, incluso si ellos no se daban cuenta”.

Tan joven como León Reyes, pero con una mariposa pintada en el rostro, en tonos rosas y negros, “Carmen Trink” también le da los toques finales a su trabajo comunitario de limpieza. A sus 17 años de edad, él podría considerarse uno de los veteranos de Casa Frida, porque llegó hace tres meses y su periodo de alojamiento está a punto de terminar.

“Llegué aquí porque tuve muchos problemas con la pareja de mi mamá. Sufrí muchos golpes, mucho daño sicológico. Él me decía que era un anormal, que maquillarse era de ‘putos’ y que, por las cosas que yo hacía, él tenía problemas con mi mamá y la golpeaba ¡Me echaba la culpa de las cosas que él hacía!”, recuerda.

A unos días de salir del refugio, este chico de sonrisa fácil cuenta que en Casa Frida “literalmente me salvaron la vida. Llegué muy fragmentado, me tocaban algún tema y lloraba, pero hoy estoy mejor”.

En este tiempo, presume, ha logrado cumplir uno de sus objetivos a corto plazo: tener un show propio de drag queen en la Zona Rosa, con el que ya ha comenzado a generar ingresos propios.

Modelo de atención integral

Raúl Caporal, codirector de Casa Frida, recuerda en entrevista con La Jornada que este refugio para personas LGBTIQ+ acaba de cumplir un año hace unas semanas, pues nació el 13 de mayo de 2020, como un proyecto urgente para darle alojamiento, seguridad y acompañamiento a los adolescentes o jóvenes que huyeron de violencias extremas por su orientación sexual, las cuales se acentuaron por el confinamiento obligado por la pandemia de Covid-19.

Con el apoyo de organizaciones civiles solidarias, agencias de cooperación internacional y algunas embajadas –como la de Países Bajos–, el albergue ha recibido a 135 usuarios en su primer año de vida, y actualmente puede recibir hasta a 22 personas de forma simultánea, quienes tienen un periodo de estadía promedio de entre uno y tres meses.

Si bien la mayoría de sus personas usuarias provienen de la capital del país, el sitio ha recibido a hombres y mujeres de diversas entidades de la República e incluso a solicitantes de asilo político originarios de Centroamérica, quienes salieron desplazados de sus lugares de origen por la violencia homofóbica y transfóbica.

El modelo de acompañamiento integral de la casa, explica, está basado en tres pilares: brindar un espacio seguro para las personas refugiadas, con alimentación y atención a su salud física; otorgarles ayuda sicosocial a través de sicólogos, siquiatras y trabajadores sociales, y ayudarles a reconstruir su proyecto de vida una vez que salgan del albergue.

“Es fundamental darles nuevos conocimientos y herramientas técnicas que van a ayudarles a tener un mayor número de oportunidades al momento de egresar de forma exitosa. Los orientamos desde cómo hacer un currículum, hasta darse de alta en bolsas de trabajo, cómo identificar espacios laborales libres de violencia y discriminación y cómo manejarse en una entrevista de trabajo”, señala.

De igual forma, en el refugio se dan cursos de diversos temas, se ayuda a los usuarios a recuperar sus documentos –en caso de haberlos dejado al huir de sus casas—y, en el caso de las personas transexuales, a cambiar su identidad legal y su nombre.

“La persecución, la extrema pobreza y la vulnerabilidad han hecho que las personas LGBT tengamos que dejar atrás nuestros espacios, nuestros hogares, nuestros territorios, para sobrevivir, que es lo que realmente estamos haciendo. México es un país que mantiene sus ojos cerrados y no quiere ver su realidad de violencia homo-lesbo-transfóbica”, lamenta.

Las cifras de la violencia

De acuerdo con el informe “La otra pandemia. Muertes violentas LGBTI+ en México 2020”, elaborado por la asociación civil “Letra S. Salud, sexualidad y sida”, y el colectivo Sem Violência LGBTI, el año pasado fueron asesinadas 79 personas de diversidad sexual en el país, lo que significa un promedio de 6.5 víctimas por mes.

Aunque esta cifra implica una disminución de 32 por ciento con respecto al año anterior “y rompe con la tendencia ascendente que se venía dando año con año”, la caída en las cifras “le debe más al impacto social de la pandemia de Covid-19 que a la implementación de políticas públicas de prevención del delito y procuración de justicia”.

Debido a ello, las organizaciones autoras del informe estimaron “muy probable que se reinicie la tendencia ascendente en el número anual de muertes violentas LGBTI+ en la medida en que se reestablezcan las actividades en el país”.

De igual forma, el estudio arrojó que en los últimos cinco años, la cifra acumulada de muertes violentas LGBTI+ suma al menos 459 víctimas. “Las mujeres trans continúan siendo las víctimas más numerosas, con el 52.2 por ciento de la cifra total de casos de 2020”.

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