De “narcogalán” a desfigurado delator del “Chapo”

El exdirector de la policía colombiana, Óscar Naranjo, revela en un reciente libro cómo el narcotraficante Chupeta se transformó de un capo extremadamente violento e implacable con los delatores a un dócil colaborador de la justicia estadunidense.

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En Se creían intocables, su reciente libro, el exdirector de la policía colombiana, Óscar Naranjo, revela cómo el narcotraficante Chupeta se transformó de un capo extremadamente violento e implacable con los delatores a un dócil colaborador de la justicia estadunidense. El personaje retratado, además, se puede ver como el prototipo de la segunda generación de narcotraficantes colombianos.

BOGOTÁ (Proceso).- Juan Carlos Ramírez Abadía, El Chupeta, un narcotraficante colombiano que fue testigo estelar en el juicio contra el jefe del Cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán, despreciaba tanto a los delatores que no sólo enviaba a su ejército de sicarios a matarlos con sevicia sino que extendía su venganza a los hijos y esposas de los que él llamaba, con desdén, “sapos”.

Por eso resulta paradójico que El Chupeta haya terminado convertido en lo que más aborrecía durante su vida delictiva: en delator, en “sapo”, como se llama en Colombia a los soplones.

Eso es lo que piensa el exdirector de la policía colombiana, general Óscar Naranjo, quien persiguió durante años al Chupeta hasta conseguir su arresto en Brasil, en 2007, y su extradición a Estados Unidos un año después.

En su libro de reciente aparición, Se creían intocables, Naranjo relata lo implacable y cruel que fue el narcotraficante colombiano con quienes lo traicionaban y cómo, al caer en desgracia tras su captura, no dudó en recurrir a la delación para obtener beneficios judiciales.

El Chupeta, cuyo apodo se debe a su gusto por las chupetas –paletas de caramelo–, declaró contra El Chapo en el juicio al que fue sometido el capo mexicano en una corte federal de Nueva York entre 2018 y 2019.

Años antes, en 2008, durante su reclusión en Brasil, actuó como informante de la policía al revelar un plan criminal del más poderoso narcotraficante brasileño de la época, Luiz Fernando da Costa, Fernandinho, con quien coincidió en la cárcel de máxima seguridad de Mato Grosso do Sul.

Según relata Naranjo en su libro, El Chupeta dijo a las autoridades brasileñas que Fernandinho planeaba secuestrar a Luiz Claudio da Silva, hijo del entonces presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, para pedir por liberarlo su excarcelación y la de otros narcotraficantes.

“A esas alturas, El Chupeta ya estaba en trance de delación”, dice Naranjo a Proceso. Y no era la primera vez que el narcotraficante hacía el papel de “sapo”. Una década antes, mientras cumplía una condena en Colombia, El Chupeta declaró ante enviados de la entonces Procuraduría General de la República de México que el exsubprocurador Javier Coello Trejo y el comandante policiaco Guillermo González Calderoni recibían dinero del Cártel del Norte del Valle para proteger cargamentos de cocaína.

De acuerdo con Naranjo, quien fue asesor de seguridad de Enrique Peña Nieto el sexenio pasado, “esa fue la primera vez que un narcotraficante colombiano de su envergadura implicaba a altos funcionarios mexicanos como socios del tráfico de drogas”.

Un “narcoyupi”

A mediados de los noventa, Juan Carlos Ramírez Abadía era el arquetipo de los narcos de nueva generación que habían sucedido a los grandes capos de los cárteles de Medellín y Cali, como Pablo Escobar; Gonzalo Rodríguez Gacha, El Mexicano y los hermanos Rodríguez Orejuela.

En la subcultura narca de la época ese tipo de delincuentes se comenzaron a conocer como “los yupis de la mafia”. Naranjo los persiguió como director de Inteligencia de la policía colombiana, director de Investigación Criminal, comandante de la policía en Cali y director general de la institución.

En su libro, el general señala que a mediados de los noventa, “ya no enfrentábamos a viejos y curtidos delincuentes que se habían iniciado como atracadores o haladores de carros, sino a jóvenes de familias de clase media que incluso habían alcanzado a ingresar a la universidad”.

El Chupeta, según el general y exvicepresidente de Colombia, “era un hábil montador de caballos, con notable capacidad administrativa y gerencial, y con una presencia personal que lo hacía aparecer ante sus muchas admiradoras como un seductor de telenovela, un galán de televisión”.

Oriundo de Palmira, El Chupeta estudió ingeniería industrial pero nunca terminó la carrera porque en su camino se cruzaron los jefes del Cártel de Cali, Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, a quienes conoció en el mundo de los caballos de paso fino. Ellos vieron en el joven jinete aptitudes de líder mafioso por su inteligencia, su seriedad y su personalidad recia.

En 1987, a los 24 años, Ramírez Abadía comenzó a enviar cargamentos de cocaína hacia Estados Unidos, varios a través de México, en sociedad con Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los Cielos, y El Chapo Guzmán.

En 1995, cuando fueron capturados los hermanos Rodríguez Orejuela, El Chupeta ya era un acaudalado narcotraficante con propiedades en Colombia, Panamá, Nueva York, Los Ángeles y Chicago. Había construido una empresa criminal integrada por sicarios, abogados, testaferros, corredores de bolsa e intermediarios bancarios que encontraron nuevas fórmulas para lavar activos en paraísos fiscales y en los mercados financieros internacionales.

“Una fortaleza del Chupeta giraba alrededor de su oficina de abogados y contadores, que lo asesoraban en cada paso que daba”, señala Naranjo.

El brazo derecho y hombre de mayor confianza del Chupeta era su contador, Laureano Rentería, quien por instrucciones del capo llevaba un registro minucioso de todos los ingresos y gastos de la organización.

Naranjo recuerda que en su estructura de seguridad, el narcotraficante contaba con “temibles delincuentes”, como El Cucaracha, El Pescuezo y El Diablo.

Estos sicarios comandaron el ejército que el capo utilizó para consolidar su poder dentro del Cártel del Norte del Valle y perseguir a sus enemigos.

La captura de “Fernandinho”. Víctima de Chupeta

Contra los “sapos”

En 2004 El Chupeta era un capo de capos, a pesar de que había pasado siete años en la cárcel cumpliendo una condena por narcotráfico.

La realidad es que, desde la prisión, siguió involucrado en el negocio e hizo crecer su organización, tal como lo hizo El Chapo Guzmán en México cuando estuvo recluido, también siete años, en el penal de Puente Grande, del que se fugó en enero de 2001.

Con ayuda de su brazo derecho Laureano Rentería, El Chupeta multiplicó su fortuna y con su escuadrón de sicarios –una red llamada por la policía “oficina de cobro”– acrecentó su influencia en el negocio de la cocaína.

En el mundo criminal de Ramírez Abadía, la ley del silencio era inviolable, una suerte de código de honor. Eso lo demostró cuando su antiguo socio, Víctor Patiño Fómeque, El Químico, quien en diciembre de 2002 fue extraditado a Estados Unidos, decidió convertirse en informante de las autoridades judiciales de ese país. Tras recobrar la libertad, en 2004, El Chupeta se “encargó” del asunto.

Primero llamó a Luis Alfonso Ocampo Fómeque, El Tocayo, medio hermano del Químico por parte de madre, y lo citó a una reunión en una finca cercana a Cali, donde lo torturó, lo mató a puñaladas, lo hizo descuartizar y arrojó sus restos al río Cauca junto con el de varias personas, entre ellas una mujer y dos niñas relacionadas con la familia Fómeque.

Tres días después, El Chupeta llamó a Deisy Fómeque, mamá del Químico y del Tocayo, y le dijo que ya no buscara a su hijo Luis Alfonso porque había sido asesinado “por sapo”, y que lo mismo haría con Víctor. Y le advirtió que tenía que irse del país y entregar al Cártel del Norte del Valle la fortuna familiar.

Deisy Fómeque abandonó las propiedades que habían adquirido sus hijos con dinero del narcotráfico y huyó a Estados Unidos, protegida por la DEA, que la reubicó con otra identidad en Florida.

Según Naranjo, la “oficina de cobro” de Ramírez Abadía “avanzó de manera terrorífica asesinando a decenas de personas (36 en total, según admitiría El Chupeta) cercanas a la familia, socios y trabajadores de las fincas”.

Deisy Fómeque entregó a la policía una lista de nietos, amigos, nueras, sobrinos, escoltas, trabajadores y abogados de la familia a quienes mandó matar El Chupeta para vengar las delaciones del Químico. Varios de esos cadáveres, algunos de ellos de mujeres y niños, aparecían flotando en esa época en el río Cauca, que bordea el sector nororiental de Cali.

Traición por despecho

En 2006 Naranjo era director de Investigación Criminal de la policía colombiana y tenía a su cargo la persecución y judicialización de los principales narcotraficantes del país, entre ellos El Chupeta.

Una persona que se identificó como Copérnico llamó por teléfono a su despacho a finales de ese año para ofrecer información sobre El Chupeta. Los hombres de Naranjo hicieron contacto con el informante, quien les pareció confiable por su pormenorizado relato y las pruebas que decía tener.

El Copérnico aseguró que podía señalar la ubicación de varias “caletas” (como se llama en Colombia a las excavaciones usadas por los narcotraficantes para esconder dinero y armas) en casas de Cali en las que El Chupeta había ocultado decenas de millones de dólares en efectivo.

A cambio de la información, el delator solicitaba una recompensa y protección en el extranjero. A los investigadores les resultó tan sorprendente la oferta del Copérnico como la historia de amor que había detrás de ella.

En Se creían intocables Naranjo revela que El Copérnico era un oficial retirado de la armada colombiana que acabó en la cárcel –él decía que “injustamente”– por un desfalco en el área administrativa de una base naval.

En la penitenciaría de Palmira, cerca de Cali, le tocó como compañero de celda Laureano Rentería, el hombre más cercano al Chupeta. Entre estos dos hombres recios, uno militar y el otro narcotraficante, surgió una fuerte atracción que se convirtió en un romance apasionado y finalmente en amor.

A medida en que la relación avanzó, El Copérnico, con conocimientos administrativos, se convirtió en asistente de Rentería. Éste siguió cumpliendo en prisión las funciones de contador del Chupeta y llevaba las cuentas de la organización en una computadora portátil con archivos encriptados.

“Rentería era la persona más cercana y el confidente de Juan Carlos Ramírez Abadía, y El Copérnico se refería a él como el amor de su vida”, dice Naranjo.

Pero ese romance se transformó para El Copérnico en despecho, por una traición amorosa de Rentería, quien acabó involucrado sentimentalmente con otro reo y dejó herido de amor al exoficial de la armada.

“Quiero verlo arruinado”, le dijo El Copérnico a los hombres de Naranjo y les entregó una memoria USB con una lista de funcionarios públicos y policías que colaboraban con Ramírez Abadía y con la ubicación de las casas donde el narcotraficante escondía, en varias caletas, una fortuna en dólares.

También entregó archivos electrónicos con la contabilidad del Chupeta, quien llevaba en hojas de Excel una detallada relación de cada embarque de cocaína, con los costos de la mercancía, del transporte, de los intermediarios y con la utilidad neta, así como los pagos a sicarios y abogados.

Decomisos millonarios

Ni todo el dinero del mundo

Además de vengarse de su antiguo amante, El Copérnico pensaba hacerse rico. Con el gobierno de Colombia acordó una recompensa de 2 mil millones de pesos colombianos (unos 920 mil dólares de la época) y con la DEA, una cifra en dólares que le permitiría vivir con comodidad el resto de sus días.

Los datos del informante condujeron a Naranjo y sus hombres a siete casas de Cali en las que hallaron caletas (en los subsuelos de las cocinas, de los baños, de las habitaciones) que contenían en total 71.1 millones de dólares en efectivo, 39 lingotes de oro con valor de 6.1 millones de dólares, 1.9 millones de euros y 25 mil millones de pesos colombianos en efectivo.

Fue un golpe certero a las finanzas de Ramírez Abadía, unos 90 millones de dólares en total, y un verdadero ajuste de cuentas del Copérnico con su examante Laureano Rentería, quien fue capturado en una de las casas allanadas y posteriormente asesinado con cianuro, por orden del Chupeta, en una cárcel de Bogotá, horas antes de ser extraditado a Estados Unidos.

Esos hallazgos de millones de dólares, que se produjeron entre enero y febrero de 2007 eran hasta entonces el mayor decomiso de dinero en efectivo al narcotráfico en todo el mundo. Pero el récord duró poco, pues en marzo de ese año las autoridades mexicanas encontraron 205 millones de dólares en efectivo en la casa del empresario y traficante de drogas chino-mexicano Zhenli Ye Gon, en la Ciudad de México, en lo que es el mayor decomiso de dinero en efectivo del narcotráfico hasta hoy.

De acuerdo con la investigación, Ramírez Abadía pagaba a los trabajadores que construían sus caletas entre 5 mil y 15 mil dólares, pero luego del pago los mandaba a matar y, por recomendación de una bruja a la que consultaba, entregaba el dinero a sus familias.

La historia de amor y traición que llevó al Copérnico a delatar a su exnovio y a develar las finanzas del Chupeta no le parece tan insólita a Naranjo, pues, dice, “las pasiones, los desencuentros y hasta las inclinaciones íntimas son factores que llevan a la caída” de los grandes delincuentes.

Luego de ese golpe, Naranjo enfocó sus esfuerzos en capturar al Chupeta, quien según las investigaciones había huido a Brasil.

A esas alturas, el narcotraficante ya se había practicado al menos seis cirugías que le modificaron totalmente el rostro. Lucía con la barbilla partida, los pómulos desproporcionadamente pronunciados, la nariz afilada, las mejillas estiradas y rígidas, los ojos rasgados y los labios más delgados. Comparado con los retratos de su juventud, era un hombre desfigurado.

Pero de nada le sirvió al capo el cambio de rostro. Un equipo en el que participaban las policías de Colombia y Brasil y la DEA lo ubicó en Sao Paulo. La madrugada del 7 de agosto de 2007, agentes del grupo allanaron la mansión donde residía en esa ciudad brasileña con una falsa identidad.

El capo tenía en una caja fuerte y enterrados en el jardín 1.5 millones de dólares y 450 mil euros en efectivo, así como 160 teléfonos celulares que utilizaba para manejar su negocio sin que la policía le pudiera seguir el rastro.

Naranjo y agentes estadunidenses ­calcularon que en ese momento la fortuna de Ramírez Abadía superaba los mil millones de dólares, pero ese dinero de nada le sirvió. Un año después fue extraditado a Estados Unidos.

Cuando fue capturado en Brasil, Naranjo se dio cuenta que el acaudalado narcotraficante “ya no era el yupi que habíamos visto unos años antes, sino un personaje que reflejaba en su mirada una gran frustración”.

En 2018 El Chupeta se convirtió en informante y declaró en el juicio contra El Chapo Guzmán, a quien dijo conocer en persona y al que ubicó como su socio en gran parte de las 400 toneladas de cocaína que envío al mercado estadunidense a través de México. Aseguró que, como pago, el jefe del Cártel de Sinaloa se quedaba con 40% de la droga.

De acuerdo con Naranjo, el testimonio de Ramírez Abadía en una Corte en Nueva York fue “fundamental” para la condena a cadena perpetua más 30 años de prisión que le impuso un juez federal al Chapo.

En cambio, el capo colombiano cumple una sentencia de 25 años que podría ser reducida por su colaboración con la justicia estadunidense.

Pero Naranjo considera que el testimonio del Chupeta contra El Chapo fue “la constatación de la derrota” de Ramírez Abadía y de “la tragedia en que se convirtió su vida”.

“El Chupeta –dice Naranjo del reo de 58 años– tenía condiciones de galán de televisión, era universitario y tenía un futuro por delante, pero se volvió un narcotraficante sanguinario, un matón-matón, y terminó con el rostro desfigurado, perseguido y en la cárcel.”

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